Cuando el naming suena, marca lleva
Ramon Marc Bataller

Le damos nombre a las cosas para saber qué son. Para poder entendernos con los demás al hablar de ellas. En branding le damos nombre a las marcas con el mismo objetivo. Porque a eso nos dedicamos: a la comunicación. Vamos a hablar de naming.

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El lenguaje es una convención humana. Ningún otro ser vivo utiliza el lenguaje para comunicarse (al menos, ninguno de este planeta). La palabra es el acuerdo entre personas para nombras los objetos, los fenómenos y las ideas. Y también a las demás personas, claro. De este modo no solo nos entendemos sino que, por encima de todo, diferenciamos. Incluso al utilizar sinónimos establecemos diferencias. Porque cada sinónimo aporta un matiz, por pequeño que sea; una diferencia nimia pero diferencia al fin y al cabo. Tal es la fuerza del lenguaje.

Definir una marca

En un proceso de branding, cuando construimos una marca, establecemos primero unos valores. Sobre estos valores se cimienta todo el universo de esa marca. Desde la identidad corporativa hasta el naming. Esto no ocurre con las personas. (Las personas muchas veces tienen nombres que no les pegan o que transmiten una falsa sensación de cómo son) Porque ponemos los nombres a nuestros vástagos antes de saber qué tipo de persona serán. Y porque, bueno… ¡tampoco son marcas!

Con las marcas no podemos cometer este error. El naming sirve para definir de la forma más ajustada posible cómo es una marca, un producto o un servicio. Y como es algo que nos inventamos, tenemos la suerte de poder jugar con los significados, con las interpretaciones, con la semántica y la etimología, los neologismos, los anglicismos, las frases echas, los refranes, las jergas, los argots e incluso con los signos. Y los juegos de palabras, por supuesto. ¡Ai!, qué sería del naming sin los juegos de palabras…

 

Atonalismo

¡Que no nos confunda la idea del juego! Que juguemos con el lenguaje no significa que este trabajo sea un cachondeo o que cualquiera pueda hacerlo. Como en todo proceso creativo, hay una parte de método en la diversión implícita de inventar cosas (sí, es divertido, claro que lo es). La base de este método es 1) analizar rápidamente si nuestra ocurrencia se ajusta a briefing y 2) saber soltar lastre si encontramos la más mínima fisura. ¿Algo no encaja? Pues fuera. Por muy creativa que fuera la idea. Debemos poder defender con argumentos sólidos por qué la que proponemos es la mejor solución. 

Además de la parte de significado de nuestro nombre, de qué suscita, qué transmite, a qué remite, etc. también está la parte sonora (musical) del asunto. Un buen naming no solo describe bien, marca la diferencia y resulta memorable. Un buen naming suena bien. Y esta es la parte más difícil de argumentar. Porque, asumámoslo, hay gente que no es capaz de entonar ni el “oéeeee, oé, oé, oéeee” y a pesar de ello se consideran facultados para dirimir si un nombre suena bien o no suena bien. Y muchas veces son clientes. ¡Ntsch!

La “buena sonoridad” de un naming tiene una parte técnica (que podemos argüir) y una sensorial (que no podemos argüir). Un nombre suena bien si es fácil de pronunciar, si cuenta con el número de sílabas adecuado y si estas contienen una combinación rítmica de vocales y consonantes. Esto es analizable. Pero muchas otras veces se trata de qué sensaciones nos transmite ese vocablo. Y si nuestro interlocutor (nuestro cliente o nuestro consumidor) conecta con esas mismas sensaciones. Al final, como tantas cosas en la vida, es una cuestión de sintonía. Para sintonizar hay que tener las orejas bien abiertas. Y la mente también.